Mi propio instinto echó a
andar mis pasos, salí sin rumbo alguno
tan sólo a disfrutar lo que aquel viejo y polvoriento pueblo tenía para
mostrarme. Tras algunos pasos vi un par de niños jugar despreocupados por su
futuro, jóvenes animosos tomados de la mano disfrutando de sus días de
felicidad, una pareja de personas mayores con toda educación alzaron sus manos
para saludarme, pero también vi cosas grises e inexplicables que jamás imaginé
llegar a contemplar con mis propios ojos y menos en aquel casi desolado lugar.
Mi cabello, que había dejado
crecer desde unos pocos años atrás, se levantaba con el fresco aire que soplaba y que era mi mayor acompañante en mi caminata. De vez en cuando debía recogerlo
para que no estorbase mi vista. Luego de una de estas ocasiones en que tuve que
acomodar mi cabello para observar el camino contemplé algo que hizo estremecer
todo mi cuerpo y que cambiaría por completo mi forma de pensar y ver las cosas,
pues hasta ese día nunca había creído en seres paranormales o hechos fuera del
entendimiento humano.
Estaba de pie frente a la
vieja y corroída iglesia, lugar construido por manos esclavas dos siglos atrás
y que se alzaba en el medio del pueblo sobre una mediana colina con un camino
empalizado que bajaba hasta donde yo estupefacto observaba aquella imagen que
nunca en mi vida olvidaré. Vi como las puertas de aquel santo lugar se abrían
de par en par y lenta y fríamente salía de ella una hermosa dama totalmente
vestida de blanco excepto por unos cuantos vivos rojos a la altura de sus
muñecas y cintura, y que hacían un juego vivaz con su hermoso cabello rojo como
el atardecer otoñal. Sus ojos brillaban a la luz tenue del sol vespertino. Su
piel parecía tan blanca como su vestido inmaculado. Su cabello hermosamente
recogido sobre su cabeza con una diadema color plata que atizaba su color carmesí, peinado casi a la perfección. Tras de sí se cerraron las puertas. Su
mirada parecía perderse en el horizonte como si desde las alturas escudriñara
algo a lo lejos pero que nunca sabremos qué era, sin embargo parecía disiparse entre los pensamientos. Su belleza era cautivadora y hechizante, como
hechizante era su sola presencia.
Comenzó a bajar lentamente el
camino hacia mi dirección, yo no podía dar un paso hacia el frente ni atrás.
Estaba tan firme como una piedra siendo golpeada por el agua de un riachuelo.
Llegó ante mí y se detuvo. Me vio fijamente de pies a cabeza. Súbitamente
escuché un gran estruendo proveniente de la parte alta de aquel viejo santuario
y seguidamente vi una luz que encegueció mis ojos por unos cuantos segundos.
Cuando finalmente pude abrirlos nuevamente estaba yo tendido en una cama… Respiré
profundamente, vi a mi alrededor y deduje que estaba en un hospital, pero no
parecía ser un hospital normal, era más una clínica psiquiátrica… Cerré mis ojos
nuevamente y sin razón alguna pronuncié despaciosa y confundidamente el nombre “Amelia”.
Abrí mis ojos y estaba en el mismo lugar donde mis pasos habían llevadome
tan solo unos segundos atrás. Aquella hermosa dama me observaba y parecía
apiadarse de mí.
“Santiago, hermoso y amado
Santiago, ¿qué haces tú aquí? Te ordené nunca abandonar tu lugar, sabes que si
somos vistos tú y yo juntos, moriremos. He invisibilizado nuestra presencia y he
hecho que los pobladores que hayan vistote olviden tu existencia y seas sólo
una tenue brisa del viento. Tú, mi amado Santiago y yo, tu fiel compañera,
estamos destinados a vivir juntos en las sombras. Yo te daré el hijo que tanto
ansías”. Aquellas palabras fueron pronunciadas con tanta nobleza que hicieron
que no notase su dureza. Pero yo no conocía a aquella dama, ni Santiago era mi
nombre. No entiendo a qué se refería con aquello pues yo era padre de dos
hermosos varones a quienes amaba por sobre todo lo que existe sobre la faz de
la tierra. No pude pronunciar una sola palabra pues su presencia era avasallante.
Cerré mis ojos, que habían llenadose de lágrimas en aquel momento, y al abrirlos
nuevamente estaba en las afueras de mi casa con mi esposa viendo a mis hijos
jugar despreocupadamente. Mi esposa y yo saludamos con nuestras manos a un
joven desconocido que pasaba por aquel justo momento recogiendo al viento su
cabello largo.
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